Me he dado a la nostalgia, sentada al sol, café en mano, solo, oscuro, humeante.
Tengo hoy una extraña sensación de frío, a estas alturas del año.
Me abstraigo y me dejo llevar por la paz del momento.
Escucho a los vecinos, en el jardín, con los niños. Todos hablan, gritan, se retuercen de risa. Puedes sentir la felicidad de sus miradas sólo con oírles.
Termino por llegar a los recuerdos al fondo de mi memoria. Canciones y juegos y risas pero, sobre todo (y esto es lo que mejor recuerdo), despreocupación, sensación de bienestar completo y absoluto. Recuerdos de ridículos espantosos y de sonrisas infinitas.
Oigo un coche y vuelvo aquí, y se hace presente en mi mente la clara certeza de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Es probable que en el pasado nuestro presente también tuviera luces y sombras, de hecho estoy segura de que así fue, pero en la ignorancia infantil no hay sitio para una sombra, pues al encender la luz desaparece, llevándose el menor atisbo de miedo o de tristeza.
Si vuelvo atrás compruebo que los colores son bien distintos y que ahora la alta definición los ha matado por completo. Un pasado colorido, un presente gris y un futuro incierto y negro como la pez.
Vamos perdiendo la capacidad de encontrarle el vivo color a la propia vida, una paradoja más que sumarle a nuestro triste existir.
Me acabo el café pero permanezco aquí, deseando poder despertar y comprobar que todo esto fue un mal sueño y que aún estoy allí, envuelta por un arco iris existencial, sin necesidad de plantearme nada más, nunca más.