lunes, 6 de junio de 2011

Etéreo

Abrió los ojos y se descubrió sumida en las oscuras profundidades de un mar en calma.
Ningún ruido alteraba el suave mecer de las corrientes, de las algas, de los seres submarinos.
Delicadas burbujas de aire aparecían por el fondo y nadaban grácilmente hasta la lejana superficie.
No sintió impulso alguno por respirar a pesar del tremendo vacío que anegaba su pecho.
Una vaga luz se dejaba filtrar por las olas, iluminando tenuemente los restos de alguna antigua
civilización, extinta tiempo atrás, barrida por las corrientes, olvidada, definitivamente sepultada.
Pronto la presión en el pecho se hizo insoportable y buscó desesperadamente la manera de ascender.
Nadaba y nadaba, tiraba y tiraba de si misma, pero parecía sumergirse cada vez más.
Aguas cada vez más frías, más oscuras, más silenciosas, más solitarias y asfixiantes, cada vez más
fuerte la presión en sus oídos.
Algo tiraba poco a poco del débil hilo de su consciencia, los ojos ya cerrados, el cuerpo entumecido.
Finalmente cayó dormida, extenuada por el vano nadar y así, muy despacio, se la fue tragando el mar.